lunes, julio 02, 2007

Un post no tan liviano

Nunca he sido de llanto fácil, quizá porque de chico –aunque no se notara- siempre fui muy orgulloso y no me gustaba mostrarme débil. Por eso, las veces que me gané algunas palmadas de señora madre por haberme portado mal o ser insolente, recibía el castigo sin armar ningún escándalo; nada de lágrimas o llanterío (y eso que la doña sí que tenía la mano dura). A lo más me retiraba a mi pieza con aire molesto y desafiante.
Jamás lloré cuando me vacunaron o cuando me llevé algún costalazo memorable mientras jugaba y corría atolondradamente.
Incluso en situaciones tristes, donde los moquilleos y suspiros se escuchan por todas partes, me limito a poner cara de congoja mientras internamente me embarga una cierta vergüenza, en parte por no reaccionar como el resto, pero al mismo tiempo por la actitud que manifiestan los otros y su poca capacidad para controlarse y mantener la serenidad.
Porque para mí llorar es algo íntimo, privado.
Sin embargo, hay una circunstancia en la cual las lágrimas me brotan solas: es con las separaciones, el alejamiento de seres queridos.
Y como la más irremediable de tales separaciones es la muerte, cuando me ha tocado despedirme de una persona muy cercana he llorado hasta desahogar toda la pena, pero siempre tratando que sea en forma reservada, en mi pieza, tirado sobre la cama. Nada de lágrimas en la misa o ya en el cementerio.
Claro que no siempre logro controlarme. Como cuando a los 25 pasé las mejores vacaciones de mi vida recorriendo Europa con mis amigos del alma. Al final, ellos se quedaban en España mientras yo y otra amiga volvíamos a Chile. Aunque puse todo mi esfuerzo, no pude evitar un impúdico lloriqueo apenas cruzamos, en Barajas, policía internacional.
Pero así como lloro cuando yo he sido el afectado directo, también me ocurre cuando me identifico con la tristeza de seres que no son de carne y hueso, sino personajes de historias, porque de alguna manera me compenetro con lo que están viviendo.
Todavía recuerdo cuando a los 14 ó 15 años daban una serie de dibujos animados de un niño granjero que criaba un cervatillo. Todo iba bien y eran los mejores compañeros, hasta que el animal crece y –siguiendo su naturaleza- empieza a devorar los brotes de la plantación de la familia. El chico intenta de todo para evitar que eso siga ocurriendo, pero nada resulta, por lo que sólo queda una solución, y le corresponde a él llevarla a cabo.
¡Puta!, lloré a mares con esa separación (sin que nadie me viera, obvio), porque la encontré cruel, injusta, terrible para ambos. Lloré, porque estaba en esa edad en que uno empieza a perder la inocencia y aprende que en la vida a veces hay que enfrentar decisiones amargas y no queda otra que encararlas y seguir adelante. Eso es dejar la infancia y madurar (otro tipo de despedida que es para siempre): ser conscientes de nuestros actos y responsabilidades.
En ese momento, esa historia, aunque sólo fuera un simple dibujo animado, me lo enrostró sin anestesia. De hecho, no sólo lloré, sino que anduve enrabiado por un par de días, con esa molestia interna que nos obliga a ser odiosos e hirientes con los demás, para de alguna manera sentirnos mejor desparramando esa mierda, porque consideramos que la vida es injusta y por lo tanto tenemos el derecho de actuar igual.
Este fin de semana, mientras terminaba de leer mi libro, me inundó un sentimiento parecido al del relato anterior, sólo que esta vez no había rabia, sino pena, mucha pena. Así, después de releer las últimas líneas, apagué la luz, apoyé la cabeza en la almohada y lloré como hacía tiempo no lo hacía.

7 Comments:

Blogger Juano said...

Don Remus, usted me cae muy de lo más bien, que ganas de hacer que los sentimientos le fluyan como son, de romperle la dura carcaza y así no ser testigo.

Slds

8:28 a. m.  
Blogger Blefaroplastía said...

Es bonito llorar. No ser un llorón, pero si lagrimear de vez en cuando si las cosas te lo piden. En público o no es otro tema y depende de la indiosincracia de cada uno en su ser propio persomal de sigomismo.

Además hace bien a las patas de gallo.

Eso

B.

2:12 p. m.  
Blogger Julius said...

Dios Mío!!! Qué tipo de monos veías cuando chico???!!! Qué espanto...

Yo amo llorar. A veces siento que estoy con superhabit de humedad en el cuerpo y me instalo con una película cebolla y me largo con el llanto, hasta el aburrimiento.

Muy por el contrario a ti, lloro siempre, soy muy, pero muy mamón. Desde comerciales hasta perros enfermos en la calle.

¿Lloraste con "Luces del Norte"? Habrá que terminarlo...

Un abrazo, me encantas.

JUL.

7:22 p. m.  
Blogger Jorge López G. said...

Cuando una obra, ya sea libro, música, cine, logra llevarte a semejante estado emocional, entonces ha cumplido su misión.

Me pasó cuando vi Stranger than Fiction, trata de verla.

slds

10:08 p. m.  
Blogger Doso said...

Me reconosco llorón, sobre todos con libros, películas, documentales (sobre todo animales) y varias cosas mas...

Hace bien llorar!!

Saludos
DOSO

11:14 p. m.  
Blogger Pablillous said...

comparto lo de la privacidad de las lagrimas

5:29 p. m.  
Blogger Ya no me enganas, descubri tu blog said...

Yo de cuando en vez me quiebro con algunas películas. Con Forrest Gump, por ejemplo. Y me lo lloro todo... pa' callao también, eso sí, jaja.

Muy bueno su escrito, don Remus.

Saludos

7:21 p. m.  

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