Días atrás tuve una entrevista psicológica. Estaba tratando de parecer lo más relajado y cuerdo posible en la conversa con la especialista, cuando de repente me consulta cómo me veo profesionalmente en diez años más. Uf, me carga esa pregunta.
Mientras yo daba vueltas sobre la inmortalidad del cangrejo, tratando de ganar tiempo para articular una respuesta que me diera puntos, ella aprovechó una pausa en mi fenicia diatriba para acotar: “me da la impresión que no lo tienes muy claro”.
¡Auch! Sabiéndome pillado, no me quedó otra que recurrir a todo mi bagaje de encanto personal y rebatir inocentemente: “parece que sí... Es que así somos los humanistas, medio dispersos”.
Pero más allá de esta anécdota, lo cierto es que si hago el ejercicio de proyectarme a diez años más, y no sólo en lo profesional, sino como persona, “Yo Remus” en toda mi integridad, pues el resultado es una gran nebulosa.
Jamás fui muy bueno para hacer ese ejercicio, siempre he preferido imaginarme qué haría si me ganara el Kino, la Lotería o la Polla Gol, cuando este concurso valía la pena (si escucharon un golpe, fue mi caída de carnet). Es decir, las típicas ensoñaciones sobre viajar por el mundo, vivir entre París y Londres, graduarme cum laude en Harvard, etc, etc, etc. Nada concreto, nada aterrizado.
De hecho, lo más cerca a esa especie de meta que algunos se autoimponen, era la imagen que tenía en mi ingenua adolescencia de contar en el futuro con una linda señora, por lo menos un par de críos regalones y un buen pasar en un bonito barrio de Santiago. Por motivos que cualquier buen lector de este blog ya conoce, ese sueño caducó hace tiempo.
En realidad ahora me resulta más fácil saber donde NO quiero estar en diez años más; el resto es una abanico de posibilidades. Y esa vaguedad no me complica (salvo cuando me hacen la dichosa preguntita en una entrevista psicológica), porque en cierta medida me siento confiado de mis capacidades y creo que de una u otra forma me las sabré arreglar para estar bien.
Si medito con más detenimiento el asunto, yo no creo que tenga UN gran objetivo, sino una multiplicidad de pequeñas metas, las cuales por diversos motivos he ido postergando; por situaciones familiares, por comodidad, quizá por miedo al fracaso... probablemente por una mezcla de todo eso y más. Por ello, si logro cumplir algunos de esos objetivos –y estimo que todavía estoy a tiempo de hacerlo, aunque tampoco me puedo confiar-, estaré satisfecho.
No soy un tipo desmedidamente ambicioso, aunque sí me gusta destacar en lo que hago. Y para ser sincero, lo profesional siempre lo he visto como un medio para acceder a algo más importante, que es lograr una buena calidad de vida. No me interesa ser exitoso o ganar millones si eso significa vivir con estrés, sin tener tiempo para la familia, los amigos o para disfrutar las cosas que de verdad me gustan.
Otro hecho curioso, es que tras esfumarse esa visión familiar que tenía años atrás, tipo “Pequeña casa en la pradera” versión urbana, tampoco me he vuelto a imaginar cómo sería una vida acompañado... con un él.
Osea, me puedo ver con otro hombre a mi lado recostados viendo TV o preparando el desayuno, todo muy en el estilo comercial de Nescafé. Pero un proyecto de vida, en pareja, compartiendo todo eso que implica el día a día, la verdad, no.
Por el contrario, tiendo a pensar en mí solo. Pero no "solo" en el sentido de abandonando por el mundo y amargado, sino dueño y señor de mi tiempo.
Quizá eso significa que todavía hay algunas experiencias que siento que necesito vivir, por mi cuenta, antes de estar preparado para tener un compañero. O quizá sea reflejo del temor a comprometerme y aventurarme en algo en lo cual necesariamente voy a tener que salir de mi metro cuadrado de control y protección, y aceptar correr el riesgo que eso implica.
Cómo sea, ya se verá en su momento. Por ahora prefiero seguir bajo la máxima de Serrat: "se hace camino al andar". Espero que la psicóloga que me entrevistó piense parecido.