Mal sueño
Casi nunca recuerdo lo que sueño. Las pocas veces que despierto con esas imágenes todavía frescas en mi mente, éstas prefieren dejarse atrapar por las sábanas y no acompañarme en mi calvario de la cama a la ducha.
Sin embargo, hay un par de motivos recurrentes que han logrado vencer esa cubierta de teflón que protege mi cerebro.
Más que historias, se trata de situaciones concretas y angustiantes. Preciso eso porque el 90% de lo que ocurre en esos sueños es irrelevante, es simplemente el escenario que prepara el camino para el momento de climax; ese punto en el que todo de transmuta en pesadilla, y en el cual, si tengo suerte, logro activar mis defensas y razonar que lo que ocurre no puede ser real, que es fruto de mi imaginación.
Reconozco que la primera de esas imágenes es un tanto vanidosa, porque en ella me enfrento a que he perdido el pelo: me miro en un espejo y en mi cabeza sólo quedan unos cuantos mechones. En ese mismo instante me baja la desesperación y me empiezo a preguntar cómo ha ocurrido eso, si todavía me quedaba bastante cabello (y estoy haciendo todos los esfuerzos para que así se mantenga)... lo que sigue de ese momento ya no lo recuerdo: o cambio de historia o simplemente logro despertar y sentirme aliviado de comprobar que sólo ha sido un sueño.
La segunda de mis pesadillas habituales –aunque es un poco exagerado llamarles así- es una en la que estoy en la universidad (a veces en el colegio), al final del año, y me encuentro con que hay un curso que se me olvidó completamente que había tomado, por lo que nunca fui a esas clases. Nuevamente me inunda la desesperación y nuevamente recurro a los mismos mecanismos de defensa de la situación anterior.
Todo este preámbulo es porque la otra noche tuve un sueño distinto, tan desagradable que logró despertarme a eso de las 4:00 de la madrugada. Lo poco que recuerdo es que estaba en una casa antigua y caminaba por un pasillo oscuro. En uno de los costados había como una especie de ventana que conectaba con otra habitación; la única certeza que tenía era que no debía mirar, porque ahí había algo malvado. Pero yo me acercaba y mis ojos alcanzaron a vislumbrar una figura. No me impresionó lo que vi, pero sí la sensación que me inundó, porque tuve miedo. Tanto, que de inmediato me desperté agitado.
Para colmo ese día estaba solo en la casa, la única compañía era mi perra que descansaba a mis pies. No me atrevía a moverme ni hacer el menor ruido, me sentía en el mismo estado de indefensión que cuando era chico y la oscuridad me asustaba. Cuando dormirme pronto era mi único escape.
Estaba solo y con miedo. Me acurruqué en la cama y me tapé completamente con la sábana, tal como lo hacía antes. Ese era mi pequeño refugio cuando niño. Y me quedé así, inmóvil, esperando que me venciera el cansancio. Esperando volver a dormir, pero esta vez sin malos sueños.
Sin embargo, hay un par de motivos recurrentes que han logrado vencer esa cubierta de teflón que protege mi cerebro.
Más que historias, se trata de situaciones concretas y angustiantes. Preciso eso porque el 90% de lo que ocurre en esos sueños es irrelevante, es simplemente el escenario que prepara el camino para el momento de climax; ese punto en el que todo de transmuta en pesadilla, y en el cual, si tengo suerte, logro activar mis defensas y razonar que lo que ocurre no puede ser real, que es fruto de mi imaginación.
Reconozco que la primera de esas imágenes es un tanto vanidosa, porque en ella me enfrento a que he perdido el pelo: me miro en un espejo y en mi cabeza sólo quedan unos cuantos mechones. En ese mismo instante me baja la desesperación y me empiezo a preguntar cómo ha ocurrido eso, si todavía me quedaba bastante cabello (y estoy haciendo todos los esfuerzos para que así se mantenga)... lo que sigue de ese momento ya no lo recuerdo: o cambio de historia o simplemente logro despertar y sentirme aliviado de comprobar que sólo ha sido un sueño.
La segunda de mis pesadillas habituales –aunque es un poco exagerado llamarles así- es una en la que estoy en la universidad (a veces en el colegio), al final del año, y me encuentro con que hay un curso que se me olvidó completamente que había tomado, por lo que nunca fui a esas clases. Nuevamente me inunda la desesperación y nuevamente recurro a los mismos mecanismos de defensa de la situación anterior.
Todo este preámbulo es porque la otra noche tuve un sueño distinto, tan desagradable que logró despertarme a eso de las 4:00 de la madrugada. Lo poco que recuerdo es que estaba en una casa antigua y caminaba por un pasillo oscuro. En uno de los costados había como una especie de ventana que conectaba con otra habitación; la única certeza que tenía era que no debía mirar, porque ahí había algo malvado. Pero yo me acercaba y mis ojos alcanzaron a vislumbrar una figura. No me impresionó lo que vi, pero sí la sensación que me inundó, porque tuve miedo. Tanto, que de inmediato me desperté agitado.
Para colmo ese día estaba solo en la casa, la única compañía era mi perra que descansaba a mis pies. No me atrevía a moverme ni hacer el menor ruido, me sentía en el mismo estado de indefensión que cuando era chico y la oscuridad me asustaba. Cuando dormirme pronto era mi único escape.
Estaba solo y con miedo. Me acurruqué en la cama y me tapé completamente con la sábana, tal como lo hacía antes. Ese era mi pequeño refugio cuando niño. Y me quedé así, inmóvil, esperando que me venciera el cansancio. Esperando volver a dormir, pero esta vez sin malos sueños.