sábado, julio 21, 2007

Día cero, Capítulo uno


Qué importa el auge y caída de la "rojita", para mí el verdadero evento de la semana tenía fecha y hora fijada hace tiempo: medianoche del sábado 21 de julio, instante en que saldría a la luz el último tomo de Harry Potter.

Claro que pese a la felicidad que me provoca saber que ya la saga está completa, para mí la espera continúa, porque como no leo fluidamente el inglés, prefiero aguantar a que salga la versión en castellano y así disfrutar la historia plenamente.
¡Ahí sí mi sonrisa va a ser aún mayor! y juro que para entonces sí voy a tener mi bufanda de Hogwarts.
Sólo espero que mi menguada fuerza de voluntad sea suficiente para no caer en la tentación de leer los adelantos del final que ya andan circulando (odio lo que hizo hoy La Tercera).
Sé que sueno absolutamente cabro chico, ¡¿y qué?!




Si desea escuchar la lectura que hizo J. K. Rowling del primer capítulo de Harry Potter and the Deathly Hallows, sólo haga
click aquí.

EDITADO
No pude aguantar más, y me leí la versión traducida que circula en PDF. Terminé con los ojos cuadrados, pero valió la pena.
Reí, me emocioné, sufrí, di brincos de alegría, me angustié y hasta un par de lágrimas solté por ahí... En resumen, disfruté cada línea del relato.
Sólo puedo agradecer a la Rowling por brindarnos un poco de magia y fantasía.

miércoles, julio 04, 2007

Estar vivo

¡Advertencia! Si Ud. no ha visto Paris, Je t’aime el siguiente post contiene material revelador.

En el corto final de la serie que compone la película -justo después de esa deliciosa clase de actuación que ofrecen Gena Rowlands y Ben Gazzara-, una solterona turista norteamericana protagoniza un simple pero conmovedor relato de sus seis días de vacaciones en París.
Habla de las típicas obviedades que hacemos todos los que alguna vez tenemos la suerte de visitar esa ciudad –u otra similar- por primera vez.
Hasta que llega un momento en que recuerda que sentada en un parque, simplemente disfrutando del entorno, la invade de improviso una emoción nueva que no sabe muy bien cómo describir: “fue una mezcla de alegría –dice- y también de tristeza, pero no mucha tristeza, porque sentí que estaba viva”.
La entendí perfectamente y no pude evitar una sonrisa cómplice, porque es una sensación maravillosa.


Y la sensación en el cine habría sido perfecta DE NO SER POR LA VIEJA ROTA DE MIERDA QUE SE ME SENTÓ AL LADO Y QUE ESTUVO LA MITAD DE LA PELÍCULA LIMÁNDOSE SUS MUGRIENTAS UÑAS.

lunes, julio 02, 2007

Un post no tan liviano

Nunca he sido de llanto fácil, quizá porque de chico –aunque no se notara- siempre fui muy orgulloso y no me gustaba mostrarme débil. Por eso, las veces que me gané algunas palmadas de señora madre por haberme portado mal o ser insolente, recibía el castigo sin armar ningún escándalo; nada de lágrimas o llanterío (y eso que la doña sí que tenía la mano dura). A lo más me retiraba a mi pieza con aire molesto y desafiante.
Jamás lloré cuando me vacunaron o cuando me llevé algún costalazo memorable mientras jugaba y corría atolondradamente.
Incluso en situaciones tristes, donde los moquilleos y suspiros se escuchan por todas partes, me limito a poner cara de congoja mientras internamente me embarga una cierta vergüenza, en parte por no reaccionar como el resto, pero al mismo tiempo por la actitud que manifiestan los otros y su poca capacidad para controlarse y mantener la serenidad.
Porque para mí llorar es algo íntimo, privado.
Sin embargo, hay una circunstancia en la cual las lágrimas me brotan solas: es con las separaciones, el alejamiento de seres queridos.
Y como la más irremediable de tales separaciones es la muerte, cuando me ha tocado despedirme de una persona muy cercana he llorado hasta desahogar toda la pena, pero siempre tratando que sea en forma reservada, en mi pieza, tirado sobre la cama. Nada de lágrimas en la misa o ya en el cementerio.
Claro que no siempre logro controlarme. Como cuando a los 25 pasé las mejores vacaciones de mi vida recorriendo Europa con mis amigos del alma. Al final, ellos se quedaban en España mientras yo y otra amiga volvíamos a Chile. Aunque puse todo mi esfuerzo, no pude evitar un impúdico lloriqueo apenas cruzamos, en Barajas, policía internacional.
Pero así como lloro cuando yo he sido el afectado directo, también me ocurre cuando me identifico con la tristeza de seres que no son de carne y hueso, sino personajes de historias, porque de alguna manera me compenetro con lo que están viviendo.
Todavía recuerdo cuando a los 14 ó 15 años daban una serie de dibujos animados de un niño granjero que criaba un cervatillo. Todo iba bien y eran los mejores compañeros, hasta que el animal crece y –siguiendo su naturaleza- empieza a devorar los brotes de la plantación de la familia. El chico intenta de todo para evitar que eso siga ocurriendo, pero nada resulta, por lo que sólo queda una solución, y le corresponde a él llevarla a cabo.
¡Puta!, lloré a mares con esa separación (sin que nadie me viera, obvio), porque la encontré cruel, injusta, terrible para ambos. Lloré, porque estaba en esa edad en que uno empieza a perder la inocencia y aprende que en la vida a veces hay que enfrentar decisiones amargas y no queda otra que encararlas y seguir adelante. Eso es dejar la infancia y madurar (otro tipo de despedida que es para siempre): ser conscientes de nuestros actos y responsabilidades.
En ese momento, esa historia, aunque sólo fuera un simple dibujo animado, me lo enrostró sin anestesia. De hecho, no sólo lloré, sino que anduve enrabiado por un par de días, con esa molestia interna que nos obliga a ser odiosos e hirientes con los demás, para de alguna manera sentirnos mejor desparramando esa mierda, porque consideramos que la vida es injusta y por lo tanto tenemos el derecho de actuar igual.
Este fin de semana, mientras terminaba de leer mi libro, me inundó un sentimiento parecido al del relato anterior, sólo que esta vez no había rabia, sino pena, mucha pena. Así, después de releer las últimas líneas, apagué la luz, apoyé la cabeza en la almohada y lloré como hacía tiempo no lo hacía.